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El voto compensatorio: redefinición de un contrato social

Palabras Clave: Democracia, Contrato Social, Legitimidad, Principio de igualdad

 

Francisco Tomás González Cabañas*

Número 4, año 2,  mayo-agosto de 2015

 

Introducción

Consideramos que uno de los principios basales de las democracias representativas, es el que determina “Una persona, un voto”, debe ser reformulado, debido a que mediante el mismo hemos edificado un sistema socio-político, que estableció, precisamente lo contrario, tanto en términos teóricos como prácticos, de lo que se ufana como definición y que por ende se propuso como finalidad. La frase fetiche que pretendemos erradicar, podríamos circunscribirla en una falacia de “finalidad”, es decir plantea un estado de situación potencial, ideal, de posibilidad hacia; de ninguna manera, puede ser considerado un principio respetable, legítimo o hasta formalmente correcto. El planteo que trazamos parte de la realidad de que todos, no sólo somos, sino que significamos, o poseemos un valor distinto para ese estado que nos promete aquello imposible, incumplible y utópico. La variable determinante es la presencia que el estado ha tenido o no, en el desarrollo de las vidas de los ciudadanos aptos para votar. Utilizaremos el límite de la consideración de pobreza, de acuerdo a las estipulaciones de organismos internacionales, que será el báculo para sostener porque el concepto de compensación se torna central, sí es que pretendemos una democracia que se precie de ser representativa de la voluntad del pueblo. Dentro del contexto o insertos en lo que se da en llamar “filosofía latinoamericana”, que sostiene como uno de sus principios la opción del pobre.

 

Aclara Dussel que la noción del “pobre” (como se verá una de las nociones claves de la filosofía de la liberación latinoamericana) es corroborada por Hermann Cohen, de la Escuela de Marburgo, porque la noción filosófica del pobre indica exactamente la exterioridad del sistema. (Cerutti Guldberg, H, 1983, P. 57).

 

Creemos que el voto de los consignados como pobres,  tiene un valor diferente, de cinco, en las jornadas electorales, en los días de votación, a diferencia de los que no están en tal situación en el que voto seguiría valiendo uno. Podríamos realizar una arqueología del concepto democracia, sin embargo, a los efectos de no generar un texto árido y estrictamente académico, cumpliendo con nuestra metodología de transitar de lo universal a lo particular, destacaremos el término de lo democrático, de acuerdo a como lo conciben los autores contemporáneos y más destacados por el sistema editorial y mediático especializado que los sitúa como actuales luminarias del pensar.

 

Nos sentimos orgullosos del principio de igualdad de derechos entre los individuos y entre los pueblos, pero al mismo tiempo somos conscientes de que sí todos los habitantes del mundo consumieran la misma cantidad de productos que las poblaciones occidentales, nuestro planeta se quedaría rápidamente sin recursos (Todorov,T, 2012, p. 10).

 

Lo democrático se sostiene en la expectativa de que esto mismo ocurra alguna vez, los principios que a nivel teorético o aspiracional, persigue o promete, continuamos observándolo en la siguiente cita:

 

Creo que actualmente no hay democracia. Pero ella no existe nunca en el presente. Es un concepto que lleva consigo una promesa, y en ningún caso es tan determinante como lo es una cosa presente. Cada vez que se afirma que «la democracia existe», puede ser cierto o falso. La democracia no se adecua, no puede adecuarse, en el presente, a su concepto (Derrida, J, 1994 pp. 9-10).

 

De esta manera también lo contempla, la llamada “Escuela Italiana” con exponentes de la talla de Marramao, Espósito o Agamben, que independientemente de sus respectivas líneas filosóficas de las que parten, no dejan de iniciar el camino de sus consideraciones desde la necesidad de reconstrucción, o desandamiento de lo democrático, del tránsito hacia otras aguas del mismo. Hablamos en el inicio de no hacer una arqueología de lo terminológico, y sí alguien lo hizo fue Michel Foucault, que determina que el poder sigue estando anidado en aquella representación por la galería, que requiere el formalismo de un contrato social pero que no puede ser redefinido pues no determina lo que es necesariamente democrático hoy. Observémoslo en la siguiente cita:

           

La racionalidad política se ha desarrollado e impuesto a lo largo de la historia de las sociedades occidentales. En un primer momento se ha enraizado en la idea del poder pastoral, más tarde en la razón del estado. La individualización y la totalización son dos de sus efectos inevitables. La liberación no puede venir por tanto del ataque a uno u otro de estos efectos sino al ataque a las raíces mismas de la racionalidad política. (Foucault, M, 1996, p 205).

 

Es decir, el poder está y no está en la democracia, ni siquiera por un fallo de lo democrático como sistema, sino por definición lógica de lo que es el poder; sin embargo en este juego, la clase política, cree detentar (expresamos esto mismo, consignando que una cosa es que posea el atributo del manejo del poder y otra que realmente lo quiera o pueda ejercer)  aun sabiendo que por más que tenga las validaciones legítimas de lo democrático, y no lo pueda hacer cumplir efectivamente (verbigracia la igualdad ante la ley para todos los ciudadanos en un lugar y tiempo determinado) debe seguir haciéndole creer a las masas que representa, que tiene ese poder, que detrás de la democracia está el poder, por más que sepa que no es así.  En este punto, debemos cuidarnos, nuevamente de no continuar la ramificación que el tema nos propone en sí mismo, tan sólo haremos una mención genérica, pues consideramos importante al menos el subrayado. Nos encontramos ante “la mentira” en la política, lo no cierto o no válido, que se plantea, necesariamente como lo opuesto y que sí no es bien manejado, termina percudiendo el sistema de lo democrático. Es decir sí la mentira, o la situación de no verdad, se descubre, por la masa ante el manejo de su dirigencia, la que padece en términos generales es la democracia (las grandes revueltas o protestas modernas, se generan a partir de este incordio, cuando se descubre, devela, de aquí la importancia de lo mediático, de lo mentiroso, corrupto de los políticos y la política) pero apartándonos de esto, avanzaremos acerca de esta situación de naturalidad que le consignamos a esa mentira o no verdad como condición necesaria y suficiente para la existencia de lo democrático. La legitimidad, surge como producto, como resultante, entre el juego, perversamente natural del encantamiento (concepto tomado de la catedrática de la Sorbona Florencia Di Rocco en su texto académico "Las manzanas doradas del jardín de  las Hespérides", en donde se deduce esta necesidad consustancial de encantar, seducir, convencer, de la que necesariamente parten algunos políticos o la política, independientemente que luego esto se reconvierta o se transforme en otra cosa) con la incertidumbre (la razón o principio del mal, como revisión significativa de la ausencia del bien o lo contrario de lo bueno) de tal coerción, la legitimidad se nutre, es hija de la necesidad de que todo un pueblo crea lo imposible de que un gobernante le pueda dar la tranquilidad de que habite una comunidad en donde todos los problemas estén resueltos o ni siquiera se presenten. 

 

Finalmente, la representatividad que genera lo democrático o lo subyacente de esto mismo, en donde no reside, necesariamente o sempiternamente el poder, para validarse, para legitimarse, disputa el juego entre encantamiento e incertidumbre y de allí es que obtenemos, ya como miembros de una comunidad, procesos democráticos más válidos, más aceptados que otros que incluso fenecen en estas mismas crisis, a las que arriban por no resolver acertada o atinadamente lo arriba mencionado.  Aquí es donde consideramos que nuestras democracias modernas, necesitan lo que planteamos, a los efectos de que se relegitimen y sigan siendo válidas para las mayorías, independientemente de los conflictos que necesariamente deban atravesar.

 

Desarrollo

 

La representación es el acto constitutivo de los sistemas democráticos. La validez del mismo, ha generado a lo largo de la historia democrática, el ir y venir en el transcurso y decurso de la misma, estableciendo la legitimidad de las definiciones de personas o de grupos de la mismas, como circunscriptas a la limitación de sus derechos como los esclavos o los vasallos, como los oprimidos, silenciados o marginados de un sistema que para legitimarse los necesita dentro, negándolos o teniéndoles entre paréntesis, en suspenso, en tiempo acotado, como sucede en la actualidad en nuestras democracias de raigambre representativa. El tiempo de validación de la representatividad, de la rúbrica institucionalizada es el momento electoral, instancia que ha sido sacralizada en las últimas décadas, producto de la irrupción “ipso facto” por parte de fuerzas del orden que impusieron a sangre y fuego un orden que ha sido más que estudiado, investigado y analizado en nuestra contemporaneidad. El teatro de operaciones en que se ha convertido un acto comicial, una jornada electoral, el día que informalmente la clase política y dirigente ha dado en llamar “la fiesta de la democracia”, pasa a ser el reducto en donde debemos trabajar a los efectos de contrarrestar la manifestación de procederes, acabadamente antidemocráticos como la prebenda, la dádiva o el usufructo de la necesidad de los representados para elegir sus representantes, interponiéndoles un condicionamiento en ese momento electivo, que no solo destierra cualquier consideración ética sino que a nuestro modo de ver, ha corroído las bases en lo que se sostuvo hasta no hace mucho el sistema representativo-democrático. Para ello proponemos un sistema nominal diferenciado entre los representantes, con la única razón, bajo el único argumento que todos aquellos ciudadanos en condiciones de votar o de elegir a sus representantes, que no han sido contemplados por ese estado, que mediante el sistema les pide la legitimidad electo-social, tengan un número nominal mayor, por ejemplo un valor similar a cinco (5) de los que sí han sido contemplado por el estado. Por ello hablamos de devolución, hacia todo un sector de los representados, invisibilizados por este. Esta invisibilización, quizá tenga dificultades en ser caracterizada o en establecer criterios únicos, objetivos e indiscutibles. Sin embargo, todo estado, tiene tanto la obligación, como el registro, de quiénes son sus ciudadanos, a quiénes no les pudo garantizar un trabajo digno, o que perciban menos que el monto mínimo de haber, o que se encuentren en un estado o situación de pobreza o de marginalidad, que cada uno de la o las oficinas burocráticas de cada gobierno de los diferentes países puede establecer con una claridad meridiana. Por tanto, la devolución de parte del poder al soberano, es que en los actos electorales, existan dos clases de votantes, los que sufraguen a tradición y el resultante del mismo se cuente en proporción nominal a uno, y los que invisibilizados por el estado, olvidados o marginados, pueden encontrar en este momento democrático-institucional, la luz, la claridad o la dignidad que les permita obtener por parte de ese estado-sistema que ahora los precisa, el reconocimiento que el sufragio de estos valga nominalmente cinco. La humanidad se vivencia como una representación de lo que es. Sí partimos de esta premisa ontológica, difícil de rebatir será que la política, como el hacer social del hombre no tenga como estandarte conceptual (entendido este como elemento fundante o fundamental de la palabra) la acepción “representación”. Podríamos establecer con claridad que el primer apunte teorético acerca de cómo debían plantearse las reglas del juego para el manejo de la cosa pública lo esgrimió Platón, mediante lo que ha quedado en el tiempo como su idea del “Gobierno de los filósofos”, tabicando el conocimiento como punto referencial inexpugnable para dar sentido a esa representatividad imprescindible que requería la polis. El ciudadano común (es interesante señalar que en aquella Grecia Antigua los esclavos no eran considerados ciudadanos, sí bien esto sería materia de otro análisis, bien se podría apuntar que los pobres modernos son los esclavos antiguos con la ceremonia del voto…) legaba su derecho a disponer del manejo de la cosa pública a quién demostrara ser más sabio, más cercano a la verdad en cuanto tal, de acuerdo a la concepción platónica. Es harto conocida la metáfora platónica acerca del manejo del barco o del navío cómo si fuese, el timón del mismo, el manejo del estado, y que lógicamente quién debía ejercerlo era precisamente quién más conociera en un caso conducir un barco y en el otro administrar el estado, sin embargo consideramos aún más importante el citar textualmente otro pasaje de la obra platónica en cuestión (“La República”) para dar cuenta del sentido lato del concepto representación.

 

Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz. Que se extiende a lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello de modo que tengan por estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas. Es posible salir a la luz del sol desde la cueva- en otro caso, los encadenados estarían condenados a la cautividad perpetua-, pero para ello hay que recorrer un largo y escarpado camino; cosa natural, pues si la entrada de la caverna estuviera cercana al fuego, la luz del sol que por ella penetrase haría inútil el empleo de la hoguera como medio de proyección. (Platón, 1997, pp. 322-323).

 

En este caso el sentido de la intermediación que existe entre lo real y la imagen de lo real, es lo que se representa como verdadero para quiénes están atados, y el que estén atados pasa a ser fundamental, pues es la noción clara de que en esa intermediación, no sólo no se obtiene lo real, sino que se cede en libertad, se otorga algo de uno, hacia un otro, obligadamente. Y la representación política, nace con esta obligatoriedad, en el que supuestamente todos los ciudadanos, poseen las mismas condiciones y posibilidades, pero sólo algunos serán representantes de otros, muchos más, representados. Una obviedad matemática que no por ello deja de ser una sentencia hacia el sentido de la libertad en su aspecto amplificado. Pues aquí encontramos otra aporía de índole filosófica, que atraviesa lo político, para la construcción de esa entidad “comunal” (en la actualidad se llama “pueblo” o “gente”), interactúa lo particular y lo general, y necesariamente (evadiéndonos, nuevamente del aspecto filosófico propiamente dicho) el individuo, o esa individualidad, hace un renunciamiento, sea aceptado por el mismo, o impuesto por la renuncia de los otros que, construyen con ese ceder múltiple, una entidad comunitaria.

 

Una persona es lo mismo que un actor, tanto en el escenario, como en la conversación ordinaria. Y personificar es un actuar o representarse a uno mismo o a otro. Quien representa el papel de otro se dice que asume la persona de éste o que actúa en su nombre. En este sentido usa Cicerón estas palabras cuando dice: Unus sustineo tres personas: mei, adversarii et judicis. Asumo tres personas: la mía propia, la de mi adversario y la del juez. El que actúa en nombre de otro recibe varias denominaciones, o según la variedad de ocasiones; puede actuar como representante o representativo, como lugarteniente, vicario, abogado, diputado, procurador y demás…una multitud de hombres deviene una persona cuando estos hombres son representados por un hombre o una persona; esto puede hacerse con el consentimiento de todos y cada uno de los miembros de la multitud en cuestión. Pues en la unidad del representante, y no la unidad de los representados, lo que hace a la persona una; y es el representante quien sustenta a la persona, sólo a una persona. Hablando de una multitud, la unidad no puede entenderse de otra manera… cada hombre da al representante común una autoridad que viene de cada uno en particular, y el representante es dueño de todas las acciones si le dan autoridad sin límites. En caso contrario, cuando limitan el representante en el qué y en el cómo habrá de éste de representarlos, solo será dueño de aquello en lo que se le da ha dado autorización para actuar. (Hobbes T, 1997, pp. 134-135).

 

Pero que ya se consigna como tal, pues, a partir de esa entelequia que pertenece a todos los renunciantes de su propia individualidad o las que se le impone la renuncia, y a nadie a la vez, un sistema político, que necesaria y obligadamente siempre, puede y debe estar en cuestión, porque es ni más ni menos, el producto de quiénes se cercenan en sus libertades, para disfrutar con mayor, amplitud, certidumbre y tranquilidad, del resto de sus condiciones de existentes políticos o animales políticos. Precisamente quién acuño este concepto, nos señala lo que referenciábamos;

 

Las democracias principalmente cambian debido a la falta de escrúpulos de los demagogos; en efecto, privado, delatando a los dueños de las fortunas, favorecen su unión  (pues el miedo común pone de acuerdo hasta a los más enemigos) y en público, arrastrando a la masa. Otros cambios conducen de la democracia tradicional a la más moderna; pues donde los cargos se otorgan por elección, no a partir de las rentas, y los elige el pueblo, los aspirantes, con su demagogia, llegan hasta el extremo de decir que el pueblo es señor incluso de las leyes. El remedio para que esto no suceda o para que suceda menos, es que las tribus designen a los magistrados y no todo el pueblo. (Aristóteles, 1997, pp. 146-147).

 

Lo consignable, es que desde el surgimiento mismo de la democracia, y de su acendramiento en la representatividad, como garantía del vínculo imposible entre lo general y lo particular, está misma, ha vivido en cuestión permanente, en análisis y reflexión, pues es ni más ni menos que la razón de ser del orden, de la armonía, de la certidumbre, en contraposición de las figuras del caos, del desequilibrio, de la incertidumbre, a los que el hombre le intenta escapar en su faz tanto individual, óntica, como en su ser social y político. Claro que la resolución de esta aporía, o su tensión permanente, es lo que nos hace debatirnos en la crítica permanente a un sistema político que valida su existencia, al estar a diario y en continúo, en cuestión

 

Es una ficción considerar un conjunto de individuos la unidad de una multiplicidad de actos individuales-unidad que constituye el orden jurídico-calificándola como pueblo y avivar así la ilusión de que estos individuos constituyen el pueblo con todo su ser, mientras que ellos tan sólo pertenecen por medio de algunos de sus actos que el orden estatal protege y ordena (Kelsen, H. & Barberis, M, 1998, pp. 58-59).

 

En este punto es donde debemos soslayar, tanto los problemas teoréticos, como los prácticos, ya que de estos mismos, asimilamos las críticas propinadas que nos hicieron el otorgar la presente posición, aporte o postura, para readecuar nuestra democracia de índole representativa y obtener que se sostenga desde sus bases más genuinas y auténticas.

 

Creemos como herederos de miles de años de humanidad, que lo que tenemos no es lo mejor que nos podemos dar, y pese a los innumerables problemas acuciantes, importantes y urgentes que nos define la agenda mediática, alguna vez debemos poner el acento en este vórtice desde donde se constituye la organización social que se da en llamar el gobierno del pueblo.

 

La gran tecnocracia encuentra una complicidad inmediata en la nueva tecnocracia de la comunicación, conjunto de profesionales del arte de comunicar que monopolizan el acceso a los instrumentos de comunicación y que, al no tener sino muy pocas cosas que comunicar, instauran el vacío de la rutina mediática en el corazón del aparato de comunicación. Los intelectuales orgánicos de la tecnocracia monopolizan el debate público en detrimento de los profesionales de la política (parlamentarios, sindicalistas, etc.) ; en detrimento de los intelectuales que están sometidos, hasta en su propio universo, a especies de golpes específicos- lo que se llaman “golpes mediáticos”-, como las encuestas periodísticas apuntan a producir clasificaciones manipuladas, o las innumerables listas de adhesiones que los periódicos publican en ocasión de los aniversarios, etc., o incluso las verdaderas campañas de prensa que apuntan  a acreditar o desacreditar autores, obras o escuelas (Bourdieu P, 1999, p. 194).

 

La variable del tiempo, es decir analizar la perspectiva de las “fatalidades” o los errores de nuestra representatividad democrática, tamizada desde nuestra contemporaneidad, es antes que una trampa dialéctica, o una coartada argumental, una necesidad intrínseca, pues llevamos miles de años, y si introdujimos la variable tiempo, también deberíamos introducir la de territorialidad (pero lamentablemente caemos en cuenta de nuestro sobrado occidentalismo y en tren de ser honestos intelectualmente, reconocemos que no podemos, al menos en el presente, analizar la perspectiva, desde otro campo que geográfico-cultural que no sea el mencionado) bajo este sistema político, por tanto no podemos hacer historicismo y destacaremos las siguientes objeciones (si usted prefiere, tardo-modernas, contemporáneas y occidentales) que se le plantean, a la representatividad política, desde conceptos fundamentales:

 

El poder no puede justificarse a sí mismo, porque la legitimación y la legalidad que lo hacen tolerable sancionan o bien un estado de hecho, o bien algún tipo de consenso real o hipotético del que depende la permanencia de su ejercicio. El poder no tiene una verdad en sí mismo; él es más bien el índice de las relaciones de fuerza, de la normatividad jurídica y de los procesos ideológicos que lo fundamentan. (Quesada, F, 1997, p.114).

 

Esta visión de “Realpolitik”, nos posibilita desandar, la orilla, el cruce, la convergencia entre lo que se debate en los claustros universitarios, o en los escritorios de los intelectuales y lo que sucede en las calles, en la arena compleja de la ausencia absoluta del estado, que solo recurre, por intermedio de quiénes lo representan, a tales lugares, en los tiempos de la elección o de la jornada electoral. Esto es lo que consideramos que agrava ese lazo,  milenario, que se sostiene, míticamente entre representantes y representados:

 

Los grandes relatos han perdido credibilidad y la sociedad se nos hace presente como indeterminación total. La condición de posibilidad de la política, en analogía con la pragmática científica, reside en fomentar la actividad diferenciadora, o de imaginación o de paralogía. Así, la única legitimación a la que puede acogerse la democracia- en sustitución del contenido universal- es la derivada de permitir jugar cada uno su juego. O  lo que es lo mismo: ¿quién o que impide que cada cual pueda desarrollar su propio lenguaje? (Quesada F, 1997, p. 254).

 

Hasta aquí, consideraciones provenientes del campo teórico, que como dijimos, pueden encontrarse en este reclamo, de las condiciones de legitimidad que impone la democracia, que para el área intelectual, racional, pensante o del mundo de los claustros, se nominalizan bajos los conceptos de poder, de legalidad y todos los citados hasta el momento y los que no se citarán, sin embargo, resta contemplar, como estas palabras, se traducen en el campo de la praxis, en aquella arena solaz, en donde la política, el estado, y sus representantes, es decir los políticos, que solo representan al estado y a sus propios intereses, solo visitan, o acuden en tiempos o jornadas electorales.

 

En el sótano de la tardo-modernidad que nos ha tocado vivir, aún prevalecen los que se preguntan acerca de las utilidad de las ciencias del espíritu (la filosofía encabezando los cuestionamientos y comentarios socarrones y burlescos ) y de lo que podemos hacer con ellas, cómo si todo consistiera en sumar y en restar, y luego de ello, repartir, de repetir y reiterar como autómatas, como programas computarizados, condenados a la perpetuidad de ejecutar lo pre establecido,  y creer que vivimos en una sociedad que nos contiene y respeta, como sujetos hacedores y partícipes de la misma, al mismo tiempo, y en una misma sintonía de legitimidad.  El filósofo o quién filosofa, es un dictador sin ejército o con soldados imprimibles en papel, que pretende, desea, intenta dominar al mundo bajo un antojo argumental, la política o el político sin embargo, intenta, más allá de tantas cosas, obtener el control sin que nunca lo obtenga del todo, el político puede ser un dictador, circunstancial, pero nunca reconocerá tal situación, que pretende, en lo subyacente ese dominio real, el filósofo sin embargo, es honesto desde el inicio, y muchas veces, en caso de pretender ser un filósofo en la política, reconocerá los límites de lo imposible, por más que sea tentador, de trasladar la fantasía filosófica de dominar todo en la realidad, además de su presumible preparación cultural e intelectual, pese a ello, nada garantizará un éxito en lo político, lo que sí, el filósofo tiene más elementos para hacer política, que el político para hacer filosofía, sobre todo en nuestras tierras, muy ocupado en cuestiones menores, hasta para la política misma. De allí tan sólo, a un paso, a que las incertidumbres políticas (es decir las del día a día, las de la cotidianeidad) sólo sean resueltas por el mandamás de turno, sobrecargando sus espaldas, socavando sus energías, distrayéndolo de temas importantes y provocándole más un perjuicio que un beneficio. Las sociedades que optan por la democracia representativa normalmente lo hacen porque valoran la capacidad de elegir libremente a cada uno de sus miembros. El régimen electoral, sea cual fuere en la latitud que se plantee, conlleva en su definición, como regla básica la protección de esa libertad de elegir (valga, más que nunca la redundancia). Existe algo paradójico, en verdad muchas paradojas, mencionaremos al menos una.  Que este régimen, en muchas de sus versiones,  elimine una posible opción que, a ojos de muchos ciudadanos, está cargada de significado político. Si un individuo está en condiciones de votar por un candidato entre muchos posibles o por una propuesta programática entre varias, entonces también está en condiciones de decidir si vale la pena votar en una ocasión específica. Pero en la mayoría de los casos no está permitida esta elección, es obligatorio el participar o el no hacerlo genera penalidades y en el caso de que esté aceptada la posibilidad de elegir participar  o no, está mal visto no hacerlo, social y políticamente.  Mientras menos elijan (es decir ni siquiera elegir participar, ser parte de una elección) los que forman parte del contrato social, entendido este ya como una suerte de terreno confiscado a la libertad absoluta (en caso de que pueda pensarse una categoría tan abstracta), más se acrecentará el poder fáctico de quiénes sí realmente se benefician de esa ausencia de elección, que son precisamente los elegidos, como para conducir el destino de los que cada vez elijen menos, o porque están más condicionados o porque en verdad no están eligiendo nada, por más que el juego sea hacerles creer, para seguir sosteniendo el contrato, que sí elijen algo. De esta manera es cómo surge, la valoración superlativa de la cantidad, del amontonamiento de voluntades, o la cosificación de la masa, que en algún momento por definición semántica, se dio en llamar “voluntad popular”. Lo que se pensó como una disputa entre propuestas, proyectos o ideologías políticas y sociales, que fuera en busca del convencimiento o la seducción de los más, para determinar bajo que metodologías se ordenaría el contrato social, devino en una cacería, lisa y llana, despiadada y voraz, entre grupos, bandas o facciones, que como mejor argumento esgrimen la mayor capacidad para “rapiñar”, obtener o comprar voluntades circunstanciales o votos.

 

El sistema se acostumbró tanto a esta concepción, que los ofertados para administrar el estado, se creen dueños de esas voluntades y quiénes no lo son y lo critican, en verdad es porque desean ser también empresarios del negocio político, que ni siquiera tiene en su proceder, como excusa o culpabilidad el concepto, desarrollado por los privados, de la responsabilidad social empresaria.

Nadie tiene la propiedad de los votos (por más locura galopante que le haga creer tal cosa al afectado), es más, ninguna persona cuerda podría sentirse orgullosa de querer controlar, como si fuera un negocio agropecuario, cuanta gente lo puede acompañar con el sufragio. Al votante no se le ofrecen ni ideas, ni proyectos, ni alternativas, por tanto difícilmente las pida, sí se le ofrecen ayudas materiales, en dinero o en especies, ganará quién le engorde el bolsillo. Salvo un puñado, en realidad los candidatos (hablamos de todos, esos suplentes número catorce y sus madres o esposas), el resto vota de acuerdo al beneficio inmediato que obtenga. No existen definiciones ideológicas que distingan a partidos entre sí, mucho menos a quiénes, momentáneamente conducen los mismos. El pragmatismo de los ismos, sólo se reduce a bandas, compuestas por afinidades familiares y amistosas, que compiten entre sí y que arrean a lugartenientes pagos, para ver quién se queda con el botín en disputa y luego repartir entre los integrantes del grupo ganador. Como referimos en una elección o votación electoral, lo que está en juego es el fenómeno filosófico de la representación, debemos ahondar en aquello acerca de lo que es o lo que son los candidatos o los postulantes y que por tal cuestión plantean representar o pretenden hacerlo para las o hacia las mayorías.  Existen discursos diversos y toda una mercadotecnia en cuanto a esto, como referíamos a aquilatar voluntades, a hacerlas fundantes del sistema de acumulación, generando precisamente acumulaciones de voluntades, dado que mientras más diga representar un candidato, más sectores podrán contemplar para dirigir sus actos o discursos. No con la finalidad de seducir o convencer, sino de obtener, a como dé lugar, la voluntad o el voto.  Vale decir, en tiempos de elecciones, se sabe que el candidato (de allí su nombre que lo dispone a la seducción del voto) va a lugares inimaginables y se sienta con personas y personajes variopintos (desde lúmpenes a curas) a los efectos de pretender abarcar ese todo denominado gente, soberano o votos. De allí la atracción/trampa que ejercen los medios de comunicación, que supuestamente llegan de varias formas por diversos canales, cuando en verdad, en la actualidad, solo difieren de formas, pues lo que se envía, tanto desde los candidatos, como lo que se procesa desde los medios, es lo mismo. La política nos atraviesa por intermedio de ideas, de doctrinas, de proyectos, del ejercicio del poder, y de hombres y espacios en donde se comprenda esto mismo como la combinación perfecta entre ciencia y arte, el resto no debe quedar como anécdota de color o elemento para cambiarlo alguna vez, tenemos que ir por ello, de lo contrario estaremos cayendo en el autoritarismo de las formas que no replican o no muestran la realidad tal como es, y para vivir con miedo, condicionados o con temor a, es preferible usar la herramienta de transformación, que es la política, para cambiar, desde la política, para intentar hacer el bien o mejorar, por más incluso que no lo consigamos. Ese autoritarismo de las formas, es toda una definición en sí misma, dado que al no ser planteadas las objeciones de fondo, la letra muerta en sustancia, pero imperativa en lo normativo, se transforma en un elemento totémico, sacro, de lo democrático y lo representativo, que culmina con el número final de quién gano una elección, o un espacio de representación, y como hemos circunscripto nuestra propuesta específica en tal instancia, describiremos lo creemos que ocurre, que luego es referenciado, metafórica y míticamente, como el espacio simbólico de lo democrático-representativo en un gran número de comunidades contemporáneas y occidentales. Se nos dice que la democracia, en el período electoral, es la manifestación por antonomasia de la libertad política, dado que cada cierto tiempo podemos elegir a quiénes nos gobiernen. Esta definición casi academicista, es una mera expresión de deseo, un anhelo romanticón ante las batallas que se libran por convencer, seducir o mejor dicho, cooptar o condicionar a los electores para que tomen o escojan una decisión. Por más que estemos en contra, lo denunciemos, combatamos o relinchemos, lo cierto es que ante una elección los guarismos cantarán que “aparato” (en el sentido más bestial y alienante del término)  ha funcionado mejor y con ello, ungiremos en la impostura que nos exige esta democracia en papeles, a nuestros representantes que atesoraran la voluntad popular cosechada bajo supuestas reglas democráticas “Avant la lettre”.

 

Las elecciones se ganan, en esos oscuros recintos en penumbras en donde se distribuye el contante y sonante, enajenado del erario público u obtenido del privado a quién se favorece o favorecerá, en donde se aceita la maquinaria que saldrá a la búsqueda del voto a voto, a cambio de lo que sea, en su versión efectivo, bolsita, material, expectativa, ilusión, apriete o desánimo.

 

En esos lugares, generalmente llamado “cocina (los narcotraficantes también utilizan la misma palabra para llamar al lugar donde hacen o fabrican las drogas)” se precisa de un ábaco, una calculadora o un programa de pc, en donde se ponen los datos de cuanto se dará a quién en que momento, y luego de ello la ejecución de la planilla en los tiempos del comicio. Quién mejor distribuya tanto la materialidad como la expectativa y a su vez, el equipo que mejor coordine la implementación de lo planificado se quedará o llegará al poder, por más que suene una herida narcisista a quiénes tenemos la posibilidad de leer y pensar, y por tanto comprender que en estas instancias somos coto de caza de quiénes tienen el poder y tal como la virtud satánica de hacerle creer a la humanidad que el mal no existe, nos dicen que depende de nosotros, que la elección es la fiesta de la democracia y todo lo que endulza a nuestros oídos prestos a estos sonidos libertarios. Esto que puede sonar horrorífico, espeluznante y todos los giros poéticos que se encuadren en la descripción que haga referencia a un sistema perverso, que se jacta de ser democrático, sostenido en su lógica representativa, legitimada por el voto popular, puede aún ser más restrictiva en las libertades individuales, a expensas de ese autoritarismo de las formas, que debe avanzar incluso en la prohibición, expresa y aviesa, del deseo de ser parte de lo que ya a esa altura se constituye en una casta política, de quiénes están afuera del selecto grupo y pretendan, cayendo en esa trampa de la apertura y la amplitud democrática de, introducirse en tal cuerpo de elite que ha tomado por asalto, el dominio de la cosa pública, sacralizada por la entente-legalidad-legitimidad-representatividad, afianzada por una milenaria historia que nada tiene que ver (o mejor dicho que devino, o se deconstruyó) en lo que ocurre con lo democrático en la actualidad. La propuesta, el remedio, el antídoto o como se lo quiera llamar, puede tener un correlato, en sentido inverso, con una suerte de “voto calificado” que en la modernidad, no se ha dado, en forma fehaciente en democracia conocida. Cierto dato histórico refiere que en el siglo XIX en Bolivia, el derecho al voto lo ejercían quiénes, entre otras condiciones tuvieran renta, ingreso o propiedades, nada muy diferente de lo que ocurría en casi todas las latitudes del mundo conocido, hasta antes de la irrupción (Siglo XX) del voto universal (en ciertas países, se lo denominada de tal manera, pese a que no se consideraba el voto a la mujer, lo que se corregiría décadas después, como por ejemplo en Argentina). Por supuesto que correlato, no significa ni similitud, ni empatía, pues de hecho, referimos nuestro más profundo rechazo manifiesto a categorizar a los ciudadanos, calificándolos de acuerdo a grados de estudios obtenidos, ingresos o cualquier predicado que se le asignen como sujetos, simplemente lo mencionados como algo que guarda alguna similitud con lo que proponemos. En verdad la única similitud, es la de dividir el padrón electoral en los ciudadanos cuyo voto emitido, signifique para los guarismo o el resultado final, en un caso el número clásico de uno (1) y en otro, el innovador de cinco (5). Esta división se hará en base a como determina o denomina lo pobre o al pobre el “Foro internacional por la erradicación de la pobreza dependiente de Naciones Unidas”, organismo internacional con mayor cantidad de países miembro, quién tiene no solamente cuenta con esta área específica y atinente, sino una acaba y sobra historia en relación, al menos, del estudio de la pobreza en el mundo. El nomenclador es por regla una cantidad declarada o estimada de ingreso, per cápita, en dólar estadounidense, como signo monetario internacional usado por este y otros organismos, y todos aquellos que no puedan demostrar en sus respectivos países que llegan a esta suma mensual, ingresarán automáticamente al padrón o listado de personas cuyo voto valga cinco. Es decir, que fenómenos como la omisión de datos, o datos irregulares, informales o no debidamente registrados, serán traducidos como indicador de pobreza (sea la pobreza real o la pobreza semántica de los que apañan las economías en negro, informales o sujetos totalmente invisibilizados. Damos cuenta de que se optó por dividir el listado o padrón de votantes en estos dos ejes, y a uno, el que contiene a los pobres, de acuerdo al ingreso establecido como parámetro por el organismo internacional mencionado, dotarlo de un valor de cinco (5) votos por la razón matemática, que es el número intermedio, entre los dígitos y que por tanto, es el que más justamente, puede acercar las asimetrías que produce el flagelo de la pobreza. Es decir, es de cálculo imposible, a que distancia y sobre todo en qué lugares del globo, está alguien a quien el estado le dio oportunidades para desarrollarse y a quiénes no, que lo más lógico y razonable es trabajar sobre la pragmática y lo concreto que plantean las ciencias duras. El valor de cinco, quizá pueda ser objetado a nivel proporcional, en países en donde las brecha entre los pobres y los que no, no sea tan abismal o distante por ejemplo, pero no puede ser discutida a nivel de ecuanimidad. La justicia es el extremo entre dos medios, nunca más cierto y aplicable como en este caso.  Lo aleccionado por Aristóteles. Recalcamos que esta diferenciación, no es una segmentación que disponga ninguna situación diferente calidad, condición o grado de ciudadanía, responde a los únicos efectos de la jornada electoral, no otorga derechos, ni menos aún cercena o diferencia.

 

Epílogo

 

En conclusión el aspecto conceptual que defendemos para sostener argumentalmente la propuesta, es que para aquellos que el sufragio, el voto o la emisión del mismo, en la cuenta final de la jornada electoral vale cinco (5) se debe no a lo que hicieron o dejaron de hacer individualmente, sino lo que el estado, ha dejado de hacer por ellos, que podría sintetizarse en reducirlos a la pobreza o la marginalidad. De allí que el término sea “Compensatorio”, es decir, todos los días y años en que el estado no estuvo para estos ciudadanos, estará el día de la elección, mediante la fuerza que le debe devolver para que el voto de estos, se diferencie de quiénes sí han tenido al estado en sus vidas o días más allá de una elección. Este empoderamiento, o devolución, significará la posibilidad de que estos puedan defenderse en su dignidad, cuando sus representantes o candidatos a representarlos vayan a intentar seducirlos mediante la dádiva, la prebenda o el intento de compra directa de sus votos, haciendo uso y abuso de la situación de marginalidad a la que están sumidos, por ese mismo estado que nos lo defiende y que tiene como representantes a esos que van en busca de explotarlos en su dignidad, pidiéndoles que los voten trocándoles la decisión por algo puntual.

 

Esto generará que la legitimidad de la representación, se ajuste a derecho, pues aquellos que no tienen o cuentan con el estado que les debe garantizar al menos no estar en la situación de pobreza en la que se encuentran, siendo presa fácil de los extorsionadores del voto, como de la delincuencia (como salida económica o como mecanismo de defensa ante un sistema que los discrimina y repele), y de todo tipo de enfermedades que les produce el esquizoide mensaje de que son parte, pero no tienen lugar, ni oportunidad de sentirlo o vivenciarlo, readecuando a la democracia representativa en su instancia más crucial, simbólica y paradigmática, como lo es el momento de la votación o la elección. Hacer visible, en la contundente forma, de que todos aquellos a los que nuestro sistema tiene afuera, valen como voto el número de cinco (5), nos impelerá a trabajar seriamente en generar una democracia verdaderamente inclusiva, más allá de los detalles de lo ideológico, lo partidario o lo cultural de cada pueblo que se precie de habitar y de convivir bajo un régimen en donde la representatividad, no tenga vicios de origen, o apañe situaciones históricas de desigualdad, injusticia y marginalidad, para sostener la perversa mentira de que todos en la misma proporción tenemos la misma contemplación del  estado, del que sí, en este caso, sin excepción todos hemos cedido en nuestra libertada política para su conformación. Finalmente, creemos haber objetado formal como racionalmente, uno de los principios por antonomasia de nuestras democracias representativas (“Un ciudadano, un voto”) demostrando lo tópico del mismo (un catálogo de lugares comunes, puntos de vista que gozan de aceptación generalizada, o como se define la tópica en sí, el arte de hallar argumentos, pero que no constituye la formulación de un razonamiento válido o que se su conclusión se desprenda de sus premisas) y contrarrestándolo con la propuesta inequívoca, tendiente a compensar lo que no ha devuelto el contrato social, en el momento electoral, el día en donde los ciudadanos pueden ejercer su derecho a elegir a sus representantes. A los efectos de que, de esa premisa principal del gobierno del pueblo, o la voluntad de las mayorías, con la que se presentan en título de molde las democracias, aquellas deben ser contempladas no en su individuación, sino en la consideración que ha tenido ese mismo estado, para con ella. El concepto de pobreza es clave para definir quiénes podrán tener la necesidad de ser compensados, de ser empoderados, pues esa misma condición, no podría ser tal, en caso de que el contrato social, firmado tácitamente por todo y cada uno de los ciudadanos miembros, funcionara asertivamente. Contar con las informaciones que emanen de un foro de un organismo internacional para determinar, a quiénes se considera pobres y a quiénes no, bajo un resultante, regido por el ingreso de cada persona, es el método menos indiscutible para llevar a cabo la división de votantes, o el padrón electoral entre los que su voto valga uno y entre los que su voto valga cinco. Cinco como número medio, entre los extremos de los dígitos, que plantea más ecuanimidad que proporcionalidad (en lo que no se puede determinar, por ejemplo la distancia o lo que genera de ella, entre alguien que tiene y el que no tiene, o el rico y el pobre) generando, asimismo, una facilidad de hecho en su implementación práctica, concreta y efectiva, que consideramos, fortalecerá la relación entre representantes y representados, es decir contribuirá con la legitimidad que sostiene la vinculación de política, con los políticos, reformulándose el contrato social (en el aspecto nunca antes planteado de lo que ocurre cuando no cumple para aquello para lo cual fue creado) , y autenticando la democracia en sus principios más básicos y elementales.   

 

Referencias Bibliográficas

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Todorov, T. (2012). Los enemigos íntimos de la democracia. Barcelona. Galaxia Gutemberg.

 

*Fransico Tomás González Cabañas es filósofo por la Universidad del Salvador.

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