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La interacción entre las maras y el Estado en Honduras y El Salvador: vínculos mediante el uso de la violencia

Palabras clave: Maras, Centroamérica, Estado, violencia

 

Martín Macías Medellín*

Número 4, año 2, mayo-agosto de 2015

 

El surgimiento de grupos criminales bajo la forma de pandillas en Centroamérica, retrata un complejo entorno de marginación socio-económica que propicia la expulsión de miles de jóvenes a las calles, alejándose de los patrones convencionales para encontrar refugio adscribiéndose a grupos sociales que les proporcionan lo que no han encontrado en sus hogares. Las maras centroamericanas, han sido la típica representación de éste fenómeno que trasciende hasta los ámbitos políticos y culturales de las sociedades en donde se insertan. Actualmente representan un problema importante en la medida en que el nivel de violencia en la región se incrementa provocando una intensificación de las condiciones de riesgo para las sociedades en cuestión.

 

El objetivo central de la investigación es explicar la forma en que las maras y el Estado interactúan partir de las políticas implementadas por el Estado para procesar el fenómeno de las pandillas. Vinculado a este objetivo, los objetivos específicos de la investigación son, por un lado, describir los orígenes, las formas de organización, los procesos y los códigos de identificación de las maras hondureñas y salvadoreñas. Por otro lado, presentar las políticas de seguridad implementadas por el Estado en Honduras y El Salvador para atender la problemática. El objeto de estudio específico es la interacción entre las pandillas y el Estado, analizada en términos del uso de la violencia por parte de cada uno. La hipótesis que guía el trabajo es que el incremento de la represión estatal acentúa el uso de la violencia por parte de las maras en lugar de disminuirlo.

 

En primer lugar se ofrece un marco conceptual que define a la violencia, el Estado y a las maras. En segundo lugar se presenta una descripción de la conformación histórica, organizativa y cultural de las maras. Enseguida se presentan las leyes que el Estado ha implementado para el combate al problema de las pandillas centroamericanas. Posteriormente se analiza el resultado de las políticas en los niveles de violencia relativos a la cantidad de homicidios para explicar la interacción entre el Estado y las pandillas. Por último se ofrecen algunas conclusiones respecto al estudio.

 

Estado, maras y violencia

 

Para fines de este trabajo, se entiende al Estado como “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (…), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima” (Weber, 1986, pág. 83). Debido a que es el empleo de la violencia lo que pone en interacción a las maras y al Estado, tal concepto se vuelve útil ya que, como veremos más adelante, el aparato estatal asume a las pandillas locales como amenaza para orden público y por tanto el despliegue de la fuerza será el instrumento para erradicar la problemática.

 

Históricamente, los Estados han tomado como una de sus tareas fundamentales la defensa de su territorio y, por tanto, de la población que lo habita, al tiempo que garantiza el respeto y el cumplimiento de ciertos derechos fundamentales (Portinaro, 2003) como la seguridad. De ese modo, cualquier agente que haga uso de prácticas violentas al interior de la demarcación estatal alterando el orden público y la seguridad, se convierte en objeto potencial del empleo de la fuerza estatal, la cual reside en su poder como legítima.

 

Respecto de la violencia se entiende cómo la intervención física que hace un individuo o un grupo sobre otro individuo o grupo, la cual se realiza de manera voluntaria con el fin de dañar, destruir, impedir alguna acción o recluir al objeto de la intervención (Stoppino, 1997, pág. 1627). Tal intervención se cristaliza, sobre todo en este caso, con la aplicación de operativos de captura del Estado y mediante los homicidios llevados a cabo por parte de las pandillas. Mientras el primer caso una asume una forma de coacción legitima para garantizar cierto orden público, el otro, se coloca fuera de los límites de la legalidad del Estado;, de ahí que se confronte de manera directa.

 

Ahora bien, el fenómeno de las pandillas está íntimamente relacionado con las condiciones de exclusión en los centros urbanos, tanto en Centroamérica como en Estados Unidos. Las maras han sido definidas, en términos genéricos, como una pandilla lo que refiere a la noción de agrupaciones formadas por jóvenes que comparten una identidad social reflejada principalmente en su nombre, interactúan a menudo entre ellos y se ven implicados con cierta frecuencia en actividades ilegales; expresan su identidad social colectiva mediante símbolos o gestos específicos y además de reclamar control sobre ciertos asuntos, a menudo territorios o mercados económicos (Savanije, 2007, pág. 638), “despliegan un contra-poder basado en una violencia inicialmente desordenada” (Demoscopía, 2007, pág. 13).

 

En suma podemos concebir a las maras como grupos de jóvenes que poseen códigos de identidad colectiva específicos, en aras de tener cohesión interna, al tiempo que utilizan la violencia como uno de sus instrumentos para llevar a cabo sus fines que pueden ser el control de espacios o mercados. Estos grupos sociales se fueron construyendo a partir de los ochenta y han ido sofisticando sus formas de adaptarse al entorno social de distintas maneras; sin embargo la identidad colectiva ha sido el rasgo que ha marcado su historia a lo largo del tiempo.

 

Las maras y su conformación multidimensional

 

Orígenes

 

Estas pandillas tienen sus orígenes en Estados Unidos cuando, gracias a la guerra civil de El Salvador, una gran cantidad de migrantes salió de su tierra en búsqueda de empleo y estabilidad social. Algunos mexicanos denominados chicanos que poseían patrones de identificación social al vestir ropas excéntricas para hacer frente a la cultura norteamericana y alejarse de su cultura natal, habían comenzado a reunirse en grupos concretos para ganar una cierta posición social.  Estos grupos fueron permitiendo la entrada de salvadoreños que eran víctimas de la discriminación por su condición de migrantes ajenos al territorio. En un inicio sus intereses estaban vinculados a las reuniones por el gusto a la música del género heavy metal; sin embargo la creciente segregación social generó que estos grupos relativamente pacíficos optaran por la violencia como mecanismo de defensa (Savanije, 2007).

 

Basados en métodos violentos, formaron una pandilla denominada The Eighteen Street Gang derivado del Clanton Central 18, barrio de Los Ángeles en donde se encontraban sus puntos de reunión que devino en la pandilla del Barrio 18 y finalmente en Mara 18. En este mismo proceso, muchos salvadoreños que seguían huyendo de la guerra civil se aglutinaron en la Mara Salvatrucha haciendo referencia por un lado, a una especie mortífera de hormigas del Amazonas “mara” que, en la jerga centroamericana se utiliza para denominar a un grupo de amigos. Por otro lado, “Salva” refiere al origen salvadoreño de sus integrantes y “trucha” al término coloquial para alguien que es avispado o astuto y que incluso sirve como aviso de la llegada de algún peligro inminente (Arana, 2005; Savanije, 2007; Valenzuela J. , 2007).

 

La llegada de estos grupos a la región de Centroamérica se puede ubicar alrededor del año 2000 cuando las autoridades estadounidenses iniciaron deportaciones masivas, devolviendo a sus países de origen a alrededor de 20 000 jóvenes migrantes por participar en actividades delictivas ligadas con las grandes pandillas de California que se habían gestado en los ochenta (Arana, 2005). Esta situación articuló un fenómeno doble: las pandillas locales se reorganizaron o se convirtieron en enclaves de las nuevas pandillas que se iban formando (Savanije, 2007), al tiempo que se volvieron un nuevo centro de reclutamiento para hacer crecer lo que se había originado en Norteamérica. Por ejemplo entre 2003 y 2005 la cantidad de integrantes de pandillas aumento de 36 000 a 40 000 en Honduras y de 10 500 a 20 000 en El Salvador (Arana, 2005, pág. 119; Savenije, 2004, pág. 42).

 

Motivaciones de ingreso

 

Pudiera parecer paradójico que un grupo violento de este tipo tenga tal cantidad de integrantes; sin embargo, las condiciones económicas y de seguridad, tanto de Honduras como de El Salvador, sientan las bases para que el ingreso a un grupo que los proteja y les garantice cierta estabilidad sea la única puerta viable frente al futuro tan incierto que tienen por delante. Por ejemplo para 2005 la tasa de incidencia de la pobreza sobre la base de 2 dólares diarios reportaba en Honduras 39.5% y 15.8% en El Salvador; el coeficiente de Gini para el mismo año era de 59.5 para Honduras y 47.9 para El Salvador (Banco Mundial, 2015). Para el mismo año la cantidad de homicidios en El Salvador llegó a 3,778 y el Honduras a 3,212 (UNDOC, 2015). Esto demuestra que, tanto las circunstancias económicas y como las de seguridad, dejan a la población, en especial a los jóvenes, en un entorno en que tienen que buscar herramientas de supervivencia como son las pandillas.

 

Sumado a esto, las condiciones sociales al interior de los hogares no representan muchas ventajas para no optar por salir al proceso de socialización de la calle al lado de las pandillas. En un estudio realizado en la región sobre la situación de las maras la mayoría de los entrevistados asegura que las pandillas son como una familia que les da acogida, ya que ahí pueden satisfacer necesidades que no son atendidas dentro de sus hogares como reconocimiento, autonomía, solidaridad, cariño y libertad (Demoscopía, 2007). Aunado a ello la violencia vivida en sus familias o la ausencia de los padres por la migración generan otro vacío de tipo emocional que se ve llenado con el ingreso en las pandillas (Savanije, 2007).

 

Finalmente las edades en las que ingresan a estas agrupaciones, la cuales rondan los 19 años (Arana, 2005), reflejan un periodo adolescente en que la identificación con un grupo es fundamental para el proceso de socialización y, al no encontrarlo en lugares pacíficos, terminan siendo parte de las pandillas. La constante interacción con los nuevos amigos en la calle crea un imaginario de estar en medio de una “nueva familia” que les puede defender en situaciones adversas (Demoscopía, 2007), y que les garantiza pertenencia a lo largo de toda su vida, considerando que una de las reglas básicas es no salir de la mara, como se mostrará más adelante.

 

Organización, normas, símbolos e interacciones

 

Para poder formar parte delas maras los integrantes existentes hacen un sondeo preliminar constante y cuando algún individuo quiere ser parte se le va introduciendo poco a poco haciendo contacto con algunos puestos superiores. El paso que marca la entrada definitiva es un ritual denominado brinco o brincadera en el cuál entre 3 y 4 integrantes de la pandilla brincan sobre el cuerpo del nuevo integrante además de golpearlo y patearlo durante 13 segundos para la Mara Salvatrucha 13 (en adelante MS-13) y 18 para la Mara 18 (en adelante M-18), todo sin poder defenderse (Demoscopía, 2007; Savanije, 2007). Esto marca un punto importante porque desde el primer momento serio con la pandilla, la violencia es utilizada como instrumento para probar la resistencia física e incluso simbólica del nuevo integrante y así asegurar la cohesión y la lealtad, para que después el uso de la violencia por los novatos sea una práctica cotidiana y fácil de ejercer.

 

Después de este rito se conocen las reglas generales que habrán de acatarse: respetar a la mara, a los homies[1], las familias de los homies; no negar la mara siempre salvatrucha; prohibido robar en el territorio o zona de control, andar o atacar solo y salirse de la mara. Incurrir en faltas a estas normas es razón de sanciones colectivas: el chequeo, calentamiento o pegadita, prácticas que consisten en poner dentro de un círculo al infractor y golpearlo sistemáticamente sin defenderse. En particular la cuestión de la salida puede ser causa de muerte a menos de que la razón sea que el individuo haya optado por la vida religiosa (Demoscopía, 2007; Savanije, 2007).[2]

 

Respecto a las jerarquías dentro del grupo en realidad es difícil hablar de una estructura homogénea dentro de ambas maras, además de que se supone que no hay una figura de líder supremo y que las decisiones se toman de forma colectiva; empero en términos genéricos, se identifica una estructura global en donde hay una pandilla madre debajo una jenga que se compone de varias clicas las cuales son las agrupaciones de la pandilla en los barrios o vecindarios específicos. Al interior de la clica existe un ranflero que se encarga de la administración y debajo de él, pero a su lado al mismo tiempo, están el segunda y primera palabra quienes coordinan las actividades y reuniones o mirin de los integrantes de la clica. Alrededor de esta estructura están los veteranos que son migrantes de mayor edad con experiencia en la mara y se encargan de aconsejar y ayudar a planificar las tareas de la clica (Demoscopía, 2007).

 

Los símbolos fundamentales que identifican al grupo se pueden resumir en tatuajes que marcan la biografía y el estatus del integrante; formas de vestir que ayudan a diferenciarlos de los civiles, así como la forma de llevar el pelo y dejarse el bigote; y gestos y lenguaje específicos, que transmiten ciertos códigos para comunicarse al interior de la pandilla (Demoscopía, 2007; Savanije, 2007). El otro símbolo que es más intangible y sobre todo cambiante, es el territorio que funciona a la vez como mecanismo para ejercer el poder. El territorio se convierte en el espacio de integración e identificación social que reproduce una historia que se construye a diario vinculando a los miembros entre sí al tiempo que los distingue de otras pandillas (Demoscopía, 2007).

 

El último punto es crucial porque es a través del temor de morir en manos de otra pandilla lo que refuerza el grado de lealtad entre la mara y de esta forma se produce una constante tarea por conservar, acaso ampliar, el territorio. De esta manera el poder ejercido en su demarcación descansa sobre la base de la generación del miedo a través de la violencia para establecer los límites con la otra pandilla (Savanije, 2007). En ese sentido, el control de los territorios parte de la noción de una potencial invasión pero por parte de la otra pandilla principalmente, no precisamente del Estado. Por tanto la interacción entre el Estado y las maras en realidad se da en el terreno del ejercicio de la violencia en términos generales, mientras que el encuentro entre pandillas tiene como principal escenario el territorio controlado.

 

Las maras desde el Estado

 

El aumento de la presencia de las pandillas y de su grado de sofisticación en la región no había sido atendido por parte de los gobiernos en turno, ni desde el enfoque del ataque frontal ni desde la prevención. Fue hasta que los niveles de violencia empezaron a repuntar una vez más desde el término de la guerra civil que las autoridades reaccionaron frente al tema de la delincuencia y el crimen, basados más en una lógica de confrontación directa que buscando prevenir el problema y atacarlo de raíz. De esta manera, a partir de 2003 el Estado comenzó a generar una serie de reformas legales y planes estratégicos para tratar de desarticular las redes de pandillas que asolaban a los países en cuestión, con el objetivo de recuperar la labor perdida de la protección de la población.

 

En el caso de Honduras, durante la administración del presidente Ricardo Maduro, se retomaron las líneas de atención al problema inauguradas en el periodo presidencial anterior y se elaboró el decreto legislativo 117 el 12 de agosto de 2003, conocido como Ley Antimaras, el cual reformaba el artículo 332 del Código Penal existente con el objetivo de desmantelar a las pandillas mediante la captura de sus líderes y miembros (Torre & Martín, 2011; Salazar, 2007). De manera concreta, el nuevo artículo agregó la noción de asociación ilícita para las pandillas estableciendo que se sancionaría con nueve años de reclusión y una multa de 10 a 200 000 lempiras a los jefes de maras, pandillas o grupos que se asociaran con el objetivo de ejecutar cualquier acto delictivo. Para identificar a los jefes bastaría con que las autoridades lo notaran, mediante una evaluación realizada bajo sus propios criterios. Finalmente, para los demás miembros capturados se aplicarían seis años de reclusión (Orellana, 2005, pág. 61).

 

Dentro del mismo periodo de gobierno, y en el marco de la implementación de tal legislación, fue desplegado el Plan Libertad Azul basado en una lógica de tolerancia cero en la que ningún individuo que perteneciera a una pandilla sería tratado con benevolencia por parte del Estado. Este plan consistió en el desenvolvimiento de operaciones conjuntas entre los cuerpos policiacos y las fuerzas armadas, con el objetivo de llevar a cabo redadas y capturas masivas de jóvenes que pudieran ser sospechosos de ser líderes o parte de las pandillas. Bajo el operativo fueron capturados, en 2004, alrededor de 19 000 jóvenes, aunque no hubieran existido pruebas suficientes de actividades delincuenciales (Andino, 2006).

 

Para el caso de El Salvador, también en 2003 bajo el mandato de Francisco Flores, se anunció la puesta en marcha del Plan Mano Dura en el cual la policía y el ejército trabajarían de manera conjunta para desarticular a las pandillas mediante la captura de sus miembros a fin de reducir la violencia (Torre & Martín, 2011, pág. 44). Posteriormente en octubre del mismo año, fue aprobada la Ley Antimaras que planteaba el combate legal de las pandillas. Dentro de ella, se contemplarían como asociaciones ilícitas catalogadas como maras o pandillas, las agrupaciones de personas que actuaran con el objetivo de alterar el orden público o el decoro y las buenas costumbres, identificando a sus integrantes con la condición de que reunieran alguno o varios de los siguientes criterios: que tuvieran reuniones habituales, que reclamaran zonas territoriales como propias, que tuvieran señales o símbolos precisos como medios de identificación social y que se marcaran el cuerpo con tatuajes o cicatrices (Rodríguez & Cuéllar, 2007, pág. 189).

 

De igual manera, esta ley incluyó el concepto de asociación ilícita para las maras con la simple razón de existir. Esta Ley fue impugnada y declarada anticonstitucional en abril del siguiente año por atentar contra libertades básicas como la de asociación. Sin embargo, al día siguiente fue aprobada la Ley para el Combate de las Actividades Delincuenciales de Grupos o Asociaciones Ilícitas Especiales en donde se reeditaron algunos elementos de la anterior y se incluyó de forma sutil la posibilidad de habilitar a los menores, es decir, enjuiciarlos como adultos (Rodríguez & Cuéllar, 2007), cuestión que pondría en tela de juicio su implementación; no obstante dio pie a la construcción de un plan similar al de Honduras pero mucho más vigoroso.

 

El Plan Súper Mano Dura fue anunciado en agosto de 2004 con un discurso de ataque frontal y erradicación profunda del mal que representaban las pandillas. Se desplegaron 14 000 efectivos, combinados entre 12 000 de la policía y 2 000 del ejército; los ejes principales fueron prevención, participación ciudadana, disuasión, persecución y rehabilitación, que se lograrían con redadas, patrullajes constantes, persecuciones masivas, la construcción de nuevos penales, la oferta de nuevos empleos y la limpieza de tatuajes y grafitis (EDH, 2004). Esto vendría a significar el reclamo del uso de la violencia por parte del Estado para reestablecer el orden social que se había perdido con la actividad de las pandillas, las cuales eran asumidas como un enemigo inminente que todo el tiempo buscaba desmantelar el sistema social y, por tanto, debían ser atacadas.

 

En suma, con tales disposiciones legales y programas podemos advertir que, en el caso de los países analizados, el Estado asume, en primer lugar, a las maras y a las pandillas como iguales sin distinciones en su forma de actuación. En segundo lugar, como asociaciones ilícitas potencialmente delictivas que atentan todo el tiempo contra el orden social en conjunto. En tercer lugar, como grupos de personas tatuados con formas particulares de comunicarse y patrones de vestimenta específicos que los identifican de los demás grupos sociales volviéndose fáciles de tipificar. Por último, con estos rasgos evidentemente agresivos y violentos, el objetivo del Estado relativo a las pandillas se convirtió en el de erradicarlas totalmente mediante un combate frontal bajo el amparo de la ley, en una ecuación donde el uso de la violencia supone reducir a la violencia en sí misma.

 

Reacciones de cara a la confrontación

 

A partir de la respuesta del Estado frente a la percepción de amenaza que recibían de las pandillas, los niveles de violencia tuvieron distintos comportamientos. Es necesario recalcar que la falta de datos que hablen del número de asaltos o robos por parte de las maras y de arrestos y detenciones por parte de la policía, dificultan el análisis del uso de la violencia respecto de los dos actores estudiados. La información utilizada se encuentra en la base de datos de la Oficina de las Naciones Unidas para las Drogas y el Crimen (UNDOC). Las cifras disponibles poseen datos específicos hasta apenas después de 2007, como es el caso de las cifras de los homicidios perpetrados por pandillas, el cual hubiera servido para un examen en el contexto de la aplicación de los planes de represión.

 

De esta manera el dato que más ayuda a representar los niveles de violencia, al menos en una primera aproximación, es la cantidad de homicidios por cada 100 000 habitantes como se muestra en la tabla 1, ya que en un homicidio no solamente se da el puro acto de aniquilar a una persona, sino que el componente de la violencia acompaña todo el proceso para llegar a matar a alguien. Para el periodo considerado por este trabajo se observa que, para el caso de El Salvador, la cantidad de homicidios creció de manera importante. Esto se explica por el hecho de que la política implementada en ese país, tuvo rasgos mucho más rígidos y presentaba especificaciones más precisas para la identificación y el combate frente a las maras, cuestión que sentaba las bases para que las pandillas confrontaran a las autoridades con la misma energía con la que se les aplicaba a sus integrantes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Otra explicación descansa en la práctica del populismo punitivo, el cual plantea una forma de atraer votos mediante el discurso de hacer frente a la problemática de seguridad con el uso de la violencia; el Plan de Mano Dura se había anunciado con miras hacia la obtención de una base electoral más amplia en favor del partido gobernante para las elecciones del año siguiente, por lo tanto, al ganar una vez más tal partido, Antonio Saca tuvo que recrudecer la política para sostener la legitimidad y el compromiso que su predecesor había fijado con el pueblo (Torre & Martín, 2011). Finalmente, de acuerdo con Aguilar (2008) para 2006, el 32% de los presos en las cárceles de El Salvador pertenecían a las pandillas con una tendencia creciente. Tal situación se vincularía con una reacción de venganza frente a las políticas de represión llevadas a cabo por la policía y los diversos operativos desplegados.

 

En el caso de Honduras, se observa una baja en el nivel de violencia medido en tales términos. Esto puede estar vinculado a que la posición del Estado hondureño en realidad no mostró un carácter tan frontal respecto al tema como sí lo hizo el salvadoreño incluso en el anuncio de sus planes (EDH, 2004). Para Honduras en realidad la reforma pesó más que la implementación del programa de libertad azul además de que el nuevo artículo del Código Penal no tenía tanta especificidad en contraste con El Salvador.

 

Otro elemento importante es que el Estado hondureño no dio continuidad e insistencia a los planes frontales, como sí lo hizo el Estado salvadoreño. Por el contrario, se enfocó más a la creación de leyes y la implementación de programas de reinserción juvenil, mientras que El Salvador siguió con el Plan Súper Mano Dura, la nueva Ley Pena Juvenil y otras reformas que hablaban de confrontación más directa como el control de la ejecución de medidas del menor (Aguilar & Carranza, 2008).

 

Respecto a la utilización de estas estrategias como populismo punitivo, en realidad ya se habían utilizado para que Maduro llegara al poder quien en su campaña prometió tolerancia cero y programas de enfrentamiento contra las pandillas (Torre & Martín, 2011). Por último el porcentaje de pandilleros era menor (21.6%) en las prisiones de Honduras, lo que también pudiera estar ligado a que el sentimiento de revancha frente al Estado disminuyera para las maras hondureñas, en cierta medida (Aguilar, 2006).

 

Por último queda aclarar que las cifras, sobre todo para 2007, tuvieron un comportamiento antagónico: mientras que en El Salvador se redujo el número de homicidios, en Honduras se incrementó. Es plausible creer que los cambios de gobierno y el paso del tiempo después de la aplicación del programa pudieron haber llevado a cierta reestructuración en la relación con las pandillas, sobre todo con la policía, lo cual pudo haber movido el arreglo político y producir tales efectos. Debe tomarse en cuenta que como sugiere un estudio realizado por Demoscopía, la policía está fuertemente vinculada a las pandillas, por ejemplo en El Salvador el 58% de los mareros entrevistados asegura que los montos de los impuestos asignados a las comunidades son tabulados por la policía, mientras que en Honduras 50% respondió de tal manera (2007, pág. 90).

 

Siguiendo el estudio, para EL Salvador el 65% y para Honduras el 88% de los ex-mareros entrevistados indican que se le debe de pagar un soborno a la policía como cuota para coexistir en el territorio. Finalmente el 27% de los salvadoreños opina que las armas de las maras proceden de la policía mediante tratos o asaltos, mientras que en Honduras esa concepción reporta un 26% de los entrevistados (Demoscopía, 2007, págs. 89-91).

 

En síntesis podemos afirmar que el grado de respuesta de las maras frente a la represión estatal será un componente suficiente para obtener mayor o menor nivel de violencia. Si la confrontación se recrudece los niveles de uso de la violencia bajo el formato de homicidios, tiene un incremento importante. Por el contrario si la política se mantiene en un nivel contestatario pero con menor grado de violencia, las respuestas agresivas disminuyen. Agréguese que la práctica del populismo punitivo influye determinando la implementación de tales políticas frontales en periodos históricos concretos. Finalmente los arreglos con la policía y la cantidad de pandilleros encarcelados ejerce un papel sobre los niveles de violencia; por tanto, el aumento o disminución de ésta en relación con las maras, tiene que ver con una serie amplia de factores, más que por el puro hecho de llevarse a cabo o no algún plan de mano dura.

 

Reflexión final

 

La forma en que las maras y el Estado interactúan se da principalmente en el terreno de la violencia. Esto se refleja en las reacciones de los niveles de homicidios después de la implementación de las medidas de mano dura. El asunto del territorio queda reservado para la interacción entre las maras en función de que es ahí en donde construyen y reproducen sus historias y procesos de identificación, al tiempo que los ayuda a demarcar una zona de control frente a la otra pandilla y no frente al Estado.

 

El Estado, por su parte, asume a las maras como enemigos a quiénes debe aniquilar por alterar el orden público y no respetar los patrones de conducta tradicionales, además de que son por naturaleza asociaciones ilícitas que se identifican con tatuajes y buscar constantemente llevar a cabo actos delictivos. Tal concepción está cargada de reduccionismo debido a que, por un lado, no todas las agrupaciones que presentan características como las maras son expresamente asociaciones ilícitas y, por otro lado, más allá de ser enemigos del Estado son ciudadanos que necesitan ser entendidos en y desde su contexto socio-histórico para comprender sus dinámicas violentas y rituales agresivos cotidianos. Como advierte una ex marera “ellos no acaban con las pandillas. Porque de un momento a otro, uno sale de prisión y uno viene más loco (…); mejor deberían de ponernos un trabajo y preguntarnos por qué somos pandilleros” (en Savenije, 2004, pág. 46).

 

El hecho de que el Estado atienda de manera frontal la actividad de las pandillas y que haga uso de la fuerza no quiere decir que las maras están posibilitadas de utilizar la violencia unicamente por pertenecer a un grupo que tiene su origen en la exclusión social; en realidad la utlización de la violencia es dificil de justificar en cualquiera que sea el caso. Incluso, se debe de considerar que las maras tampoco se caracterizan por ser grupos con los que se pueda dialogar facilmente o que tengan experiencias de construcción de paz en el interior de su estructura tomando en cuenta que desde un inicio la entrada a la pandilla requiere de soportar el ejercicio de la violencia para ser parte. Esto significa que realmente tienden a representar un peligro para una buena parte de la población, cuestión frente a la cuál el Estado debe reaccionar. El problema central se encuentra en que si ambos actores utilizan única y exclusivamente la violencia como medio de interacción se produce una espiral interminable que lo único que provoca es un incremento en el número de muertes humanas y una mayor complejización de la problemática.

 

En conclusión, la hipótesis planteada acerca de que un incremento en el uso de la fuerza se traduce en mayor violencia utilizada por las maras, se comprueba parcialmente. Solo en el caso particular de El Salvador encontramos que los niveles de violencia medidos en términos de los homicidios, se incrementen; sin embargo, Honduras no presenta tales características. Por lo tanto hay otros factores como las condiciones políticas, principalmente, y ciertas decisiones administrativas, que influyen a la hora del recrudecimiento de las medidas. Por otra parte, la reacción de las maras no está puramente condicionada a la fuerza del Estado, sino que también tiene que ver con arreglos económicos informales entrelazados con las mismas autoridades. La carencia de datos suficientes hace más difícil el análisis, por tanto es necesario indagar más sobre el tema para comprender y explicar su compleijdad.

 

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Weber, M. (1986). El político y el científico. Madrid: Alianza.

 

[1] Palabra de uso común entre las maras para denominar a un amigo miembro de la pandilla (Valenzuela J. , 2007)

 

[2] Una norma interesante es que está prohibido el consumo de piedra (un derivado de la cocaína), pega (pegamento que se consume por inhalación), marihuana y alcohol a menos que, en los últimos dos, haya periodos permitidos establecidos por la pandilla (Demoscopía, 2007, pág. 25) rompiendo, en cierta medida, con una imagen típica de los pandilleros como individuos atados inevitablemente a los vicios.

 

*Martín Macías es estudiante de la Licenciatura en Relaciones Internacionales de El Colegio de San Luis

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